'El amor después del mediodía', como una mujer

'El amor después del mediodía', como una mujer
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Al contrario que el héroe de Neruda, al protagonista de ‘El amor después del mediodía’ (‘L’amour l’aprés midi’, 1971) sucede que no se cansa de ser hombre y en cada esquina, en cada cafetería, en cada cine, no deja de oler el dulce lirisimo de toda mujer (bella, claro), pero no es lujuria sino la confortable sensación de habitar el mundo, un sitio, París, en el que hay tantas mujeres que pueden tensar metafísicamente el pensamiento sin convertir al protagonista, parece, en presa del deseo. Pero esto es una película de Eric Rohmer, ironista supremo, y, por supuesto, su héroe nos está mintiendo, aunque no de la manera que esperamos, una manera literal y sencilla, sino de una manera compleja, deliciosa y juguetona.

Porque el cine de este francés es, casi únicamente, un cine de hablar y divagar y ver como las palabras diluyen picardías y sutilezas, pero no debe eso convertirnos en ignorantes de su exquisito y sobrio estilo, de su idea de la composición, de su tradición y sus aparentemente férreas reglas para dirigir. Forma parte el francés de esa irrepetible generación de críticos-cineastas que cambiaron el mundo y el lenguaje del cine al menos dos veces: primero con la insolencia de escribir, no por vez primera como muchos creen pues tal mérito correspondería a Manny Farber, sobre cine como críticos y no como espectadores, como si el cine fuera un arte no ya importante sino digno de tal importancia, con una formación artística (e intelectual) que ha generado una de las mejores revistas de mundo, todavía hoy, Cahiers du Cinema y una forma de pensar las películas más allá de ese gesto sencillo que es la reacción emocional tras la película.

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Del Rohmer escritor debemos rescatar sus vindicaciones de Howard Hawks, sus conexiones del cine con el arte (para él divino) del magnífico y pluscuamperfecto J.S. Bach, con la exquisita diferencia que había entre él y Godard, seguramente las dos voces más fuertes de la revista y las más rotundas, no por casualidad todo el cine de Rohmer y Godard es una puesta a punto de sus ideas (descuento, por supuesto, a Bazin que jamás dirigió una película). El maestro francés era católico, pero su fe no era sobre mover montañas sino sobre la experiencia humana, vívida, y sobre los problemas (terrenales) que miró siempre desde una perspectiva felizmente divina a sus personajes, pero también comprensiva. El cristianismo de Rohmer, de haberlo, no habla de pecados sino de malestares en el alma, por eso es un artista válido, porque no sermonea, muestra y dilucida con su ojo ejemplar.

Esta historia podría, de hecho, contarse como un relato moralista y es, otra cosa bien distinta, una fábula moral. La tensión del relato presenta un conflicto de difícil solución con el protagonista dividido por el deseo de Chloe y la vida feliz con su mujer, aplicada madre. Pero Chloe no será solamente tentación sexual pues más allá del matrimonio y la responsabilidad hay una mujer deseando ser madre, una mujer mucho más frágil de lo que el héroe, Fréderic, cree. Chloe, en fin, hace el amor como una mujer, suspira como una mujer, pero se rompe como una niña pequeña.

La morosidad rohmeriana, tan plácida siempre, deviene aquí difícil pirueta narrativa para llevarnos a una conclusión del todo inesperada y magnífica, de las mejores del director. El (devastador) plano final de la película nos revela un nuevo universo de posibilidades interpretativas: no estamos ante el fin de camino de un macho confundido sino ante el precipicio de un matrimonio, ante el viaje al abismo de una pareja cuya distancia era la única (y más convincente) razón para sostener un matrimonio. No he visto mayor ni más fiera ironía, ni tampoco mejor deconstrucción del mito del macho total, convenientemente sentado en el irrepetible plano final de la película.

Del aspecto visual de la película, felizmente improvisado, sale beneficiado el talento de Néstor Almendros quien contaba en su apasionante memoir ‘Días de una cámara’ el singular método trabajo de Rohmer: dejaba a sus actores un rato, paseaba durante el mediodía y regresaba con una idea más o menos claro de lo que iba a rodar. No ignoraba con ello la meticulosidad, pero tampoco trabajaba con ortodoxia: esa libertad la respiran sus películas, contrastando con su estilo, sutil y simétrico, bien educado en evitar manierismos visuales. Sobre esta película, daba cuenta Almendros de un rodaje más bien rápido, basado en interiores y con trabajo de luz natural: no hay trabajo más inspirado que la realidad porosa, directa, pero no viscerla, que presenta Rohmer, dejando respirar en nublados rincones a sus burgueses protagonistas, quizá consecuencia directa de esa revolución (sexual) que sacudió mayo del 68 y amenazó instituciones (sagradas) como el matrimonio o la clase media.

Uno de los mejores poetas vivos, Pere Gimferrer, dedicó unos versos memorables a esta secreta obra maestra. Recordaré aquí sus dos últimas estrofas, perfecto resumen del tema que recorre a la película: el fortín de tu sexo abanderado / por las escuderías del pasado / pero también por luz de dinamita / que precipita el cuenco del ocaso /en una oscuridad hecha de raso / y en tu desnudo al sol me precipita.

Hechos de paradojas acaso comprensibles pero intolerables, incluso para ellos mismos, los personajes de Rohmer incumplen aquí sus objetivos y no son víctimas no ya del placer sino de sus propios, inamovibles asideros morales.

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